Denunciemos la violencia: Mi padre y yo fuimos agredidos en una cafetería en Madrid

El lunes, 30 de julio, mi padre y yo fuimos agredidos en el intercambiador de autobuses de Avenida de América, Madrid. 

Yo no vivo en Madrid, pero me encontraba en la ciudad por unos días para visitar a mi padre. Antes de salir para el aeropuerto, decidimos quedarnos en la cafetería de la estación porque no había nada abierto aún a esas horas de la mañana. 

En el mostrador, pedí dos chocolates calientes. Un cliente que se encontraba pagando delante de nosotros dijo: “Dos chocolatitos, como vosotros.” Se rio. Aquello me sorprendió mucho. En realidad, no pude creerme lo que acaba de escuchar. Respondí algo alterada: “Señor, ese comentario no es apropiado”. 

Lo que ocurrió a continuación fue terrible. La camarera ya nos estaba sirviendo los chocolates en una bandeja, cuando aquel hombre comenzó a vociferar: “Sois chocolatitos.” Yo ya estaba pagando: “Pero señor, ¿qué dice? Estos comentarios son insultantes.” El hombre no se cansaba, ni se disculpaba: “Venga, anda, si no os gusta, iros a vuestro país.” “Pero si somos de aquí”, respondí, “por favor, esto es insultante y demuestra mucha ignorancia.” Se precipitó a gritar: “¡Ignorantes vosotros!” Mi padre se atrevió a interceder: “¿Pero usted qué dice?” A lo que el hombre respondió: “¡Cállese, que no sabe lo dice!”.

“Ni las personas en la cafetería ni las camareras se les ocurrió decir nada al agresor”

Se armó un gran conflicto. Las personas en la cafetería entera ya nos estaban mirando. Las camareras también, pero a estas no se les ocurrió decir nada al cliente agresor. Tampoco apareció nadie ni ningún supervisor para parar y denunciar la agresión.

Por unos segundos, mi padre y el hombre siguieron una contienda violenta y a voces. Intenté separarlos: “Venga, vamos, vamos, padre.” Recuerdo que cogí a mi padre de un brazo, y con una mano sostuve la bandeja para irnos hacia las mesas. Recuerdo que mientras dejamos la barra, se nos miraba. Éramos el centro de atención, pero nadie había intercedido. Recuerdo que la cajera me dijo mientras nos íbamos: “tranquila, es un tonto.” El hombre abusador se quedó en la barra tomándose su café tranquilamente. Mi padre y yo nos vimos obligados a tragarnos la humillación, y a sentarnos callados para tomarnos los chocolates calientes como si nada hubiese pasado. 

Me senté dando la espalda a la barra y al agresor. Sostenía la taza del chocolate temblando. A mi padre comenzó a hablarme de otros temas. Sentí que en esos momentos no pudimos siquiera hablar o discutir lo que nos acababa de pasar. ¿Por qué? Nos habíamos quedado en el lugar de los hechos junto al agresor. No nos habíamos marchado de aquella cafetería. ¿Por qué? Yo estaba enfadada. La agresión nos había dejado totalmente paralizados.

Nos quedamos en esa cafetería por casi una hora. Desde que nos sentamos, los movimientos en ese espacio siguieron su curso con normalidad. Los clientes iban y venían mientras las camareras hacían su trabajo. Al agresor no lo vi más. No sé cuándo se fue. Mi padre y yo seguimos con nuestras conversaciones. Del tema de la agresión no se habló más. Pero yo estaba dolida. Aún me duele. Recuerdo que en la mesa, miraba a mi padre, a su negritud, y pensaba en mí, mujer española, mujer hispanoguineana y exiliada. Yo había dejado España a finales de los noventa porque yo buscaba mejores oportunidades, y además, porque yo de jovencita, viviendo en Madrid ya había sufrido las violencias del racismo. Casi veinte años después veo que nada ha cambiado. He vuelto por tan solo unos días, y me he encontrado con estas violencias que creí haber dejado atrás de nuevo y cara a cara.

“Empleados y encargados de la cafetería deberían haber pedido al agresor que dejara el lugar”

Pocos días después, decidí denunciar la agresión. Mi padre está de acuerdo. Ambos reconocemos que hemos sido agredidos, y que debemos denunciar la violencia. Creemos que esta agresión sufrida debería haber sido atendida de la siguiente forma: los empleados y encargados de la cafetería en el intercambiador de autobuses de Avenida de América deberían haber pedido al agresor dejar el lugar, deberían haberse disculpado y reconocer junto a mí y a mi padre públicamente que el suceso es una agresión violenta para elevar conciencias del racismo permanente en España.

Carolina Nvé Díaz San Francisco

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